EDMUNDO ABEL CONTRERAS ESPINDOLA

Actividades para la materia de Formación Cívica y Ética.

Para los alumnos de segundo grado, es El gigante egoísta; para los alumnos de tercero es la lectura del pequeño escritor florentino. Están las actividades  incluidas al final del cuento.


El Gigante Egoísta.

Había una vez un jardín que pertenecía a un gigante. Aprovechando que el gigante se había ido a pasar una temporada con su amigo el ogro; los niños iban a jugar al jardín. Pero un día el gigante regresó y los descubrió.
-¿Qué hacéis en mi jardín? -gritó el gigante, enfurecido-. He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad. No quiero oír a niños revoltosos a mi alrededor. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
Los niños, asustados, huyeron lo más rápido que pudieron mientras oían gritar al gigante con voz de trueno:
-Este jardín es mío y de nadie más. Me aseguraré de que nadie más lo use.
El gigante levantó un muro y puso una verja para evitar que los niños volvieran por allí. Todos los días los niños miraban entre los barrotes el jardín y luego se marchaban tristes a buscar otro lugar donde jugar.
Pasó el invierno. Cuando la primavera volvió toda la comarca se llenó de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del gigante permanecía el invierno todavía. Los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante.
Una mañana en la que el gigante se había quedado en la cama de pura tristeza se oyó en el jardín el canto de un pájaro. El gigante se acercó a la ventana y se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido y todos los árboles, que estaban llenos de flores, tenían algún nido en sus ramas. Los niños, que se habían colado por un agujero del muro, se habían subido a las ramas de los árboles y jugaban tranquilamente allí.
Solo un niño que no había conseguido subir a ningún árbol lloraba amargamente porque era demasiado pequeño y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño.
El gigante sintió compasión por el niño y bajó para ayudarle. Mientras bajaba las escaleras pensaba:
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y dejaré que los niños vengan a jugar y lo disfruten.
Cuando los niños vieron al gigante llegar se asustaron y se fueron corriendo por donde habían venido mientras el invierno volvía al jardín. Sólo quedó el pequeño, que no había oído al gigante entre tanto llanto.
El gigante tomó al niño en brazos y le dijo con dulzura mientras lo colocaba en una rama de un árbol cercano:
-No llores.
De inmediato el árbol se llenó de flores. Entonces, el niño abrazó al gigante y lo besó.
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno regresaron corriendo al jardín y la primavera volvió con ellos.
Pasó el tiempo y el gigante no volvió a ver al niño que había ayudado.
-¿Dónde está vuestro amiguito? -preguntaba todos los días el gigante.
Pero los niños no lo sabían. El gigante se sentía muy triste, porque se había encariñado del pequeño. Solo ver jugar a los niños y compartir con ellos sus juegos le había feliz.
Con el paso de los años el gigante se hizo viejo, tanto que llegó un momento en el que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno, mientras el gigante miraba por la ventana de su dormitorio, descubrió un árbol precioso en un rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados. Para sorpresa del gigante, debajo del árbol se hallaba el pequeño.
-¡Por fin ha vuelto! -exclamó el gigante.
Muy contento, el gigante fue hasta donde se encontraba el niño. Pero al llegar junto a él se enfureció:
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a quien te haya hecho esto.
Entonces el niño sonrió con dulzura y le dijo:
-Calma. No te enfades y ven conmigo.
-¿Quién eres? -susurró el gigante, cayendo de rodillas a sus pies
-Hace mucho tiempo me dejaste jugar en tu jardín -respondió el niño-. Ahora quiero que vengas a jugar al mío, que es el Paraíso.
Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir plácidamente y estaba entero cubierto de flores blancas.
Del cuento anterior:
Describe los valores que descubriste en la lectura.
Explica por qué crees que el gigante era malo
Que fue lo que lo transformo
Lleva la reflexión anterior a tu vida y explica, cómo es tu comportamiento en relación con los demás, qué es lo que te faltaría cambiar para ser mejor persona, que consideras que otras persona esperan de ti, y si cumples con esas expectativas.



El pequeño escribiente florentino

Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.
Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.
Pero el padre le respondió:
-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.
Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.
Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.
Julio, contento, mudo, decía para sí: ¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!
Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!
Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.
-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?
A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.
-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.
Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:
¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!… Estoy contento… Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.
Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.
-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.
-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
Pero su padre lo interrumpió diciendo:
-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata.
Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.
Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: Hoy no me levanto; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.
Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:
-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!… ¡Julio mío! ¿Qué tienes?
El padre lo miró de reojo y dijo:
-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.
-¡Ya no me importa! -respondió el padre.
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.
¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!
Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última
vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.
Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.
Si su padre se despertaba… Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo… el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo…, todo esto casi lo aterraba.
Aguzó el oído, suspendiendo la respiración… No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.
Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.
Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.
-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.
Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido.
FIN
Del cuento anterior:
Describe los valores que encontraste a lo largo de la lectura
Explica la conducta del padre y lo que espera del hijo
Cuál crees que haya sido la razón que llevó al niño a realizar lo que hizo
Ponte en lugar del niño, y expresa qué crees que tu familia espera de ti, en cuanto a los estudios, justifica.

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